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Primero fuimos amigos
Conocí a Lenin muy pronto tras llegar a Moscú a estudiar Economía en la Universidad de los Pueblos Unidos. Allá todos los chilenos nos ubicábamos. A mí me cayó muy bien él, pero eso no era difícil; se destacaba, era maduro, líder, deportista y escribía poemas… Nos hicimos amigos y después de un tiempo me contó que había participado en la selección de nuestra aplicación a la universidad. Para postular a la beca teníamos que presentar una biografía, así que él conocía mi historia. Yo tenía problemas familiares, mi papá era un buen padre, pero era alcohólico y había dramas… Por eso decidí irme a estudiar a Rusia.
Cuando mi mamá se enfermó de cáncer en mi segundo año en Rusia, Lenin fue un buen amigo. Estuvo muy cerca mío en esos momentos difíciles. Incluso, cuando me quedé en Chile después de la muerte de mi mamá para apoyar a mi hermano de 16 años, Lenin me escribía diciéndome que podíamos conseguir una beca para él y me enviaba libros para que pudiera seguir estudiando. Cuando regresé a Rusia en 1969, ahí también estaba Lenin acompañándome.
En enero del 70 hubo una fiesta. Era el cumpleaños de un amigo y nos pusimos a bailar blues. Lenin empezó a bailar bien cerca mío. Los dos coqueteábamos y yo me sentía extraña porque sabía que él estaba casado. Lo afronté y me respondió que hacía mucho había acabado la relación, pero que no lo habían comentado para resguardar su privacidad. Y bueno, despejada esa duda, seguimos abrazados… Él fue muy lindo, sus palabras son inolvidables. Me dijo: “Tú eres tan jovencita y has sufrido tanto: lo único que quiero es hacerte feliz”. Yo pensé que eso, que alguien quisiera quererte solo para hacerte feliz, era precioso.
Pero a mí se me había movido el piso, no sabía qué hacer. Él seguía delicado conmigo: me regalaba duraznos congelados (un lujo en Moscú), chocolates…, pero yo estaba confundida; quizás me estaba haciendo la linda, de rogar, o quizás era un ex que seguía rondándome. Me gustaban sus besos y que me abrazara, pero todavía no le confirmaba que estábamos pololeando. Él me aguantó pacientemente por meses, pero al final se aburrió y dejó de visitarme. Me pareció raro. Un día salí de compras y lo vi en plena calle de la mano con una mexicana, una de sus compañeras de curso… Él me miró con esa mirada terrible que tenía y con ella me dijo todo: perdiste, me cansé. Se me vino el mundo abajo. La otra me miró triunfante porque él no le soltó la mano. Yo sabía que era culpable, pero eso no excusaba que se hubiera metido con ella si me decía que me quería tanto. Estaba herida y seguí un buen tiempo así hasta que me di cuenta de que definitivamente lo quería y que me gustaba como hombre.
Entonces me armé de valor y lo fui a buscar a su pieza en su residencia. Él me recibió distante y correcto. Después de lanzarle todo el discurso que tenía preparado, me dice: harto tarde, harto tarde. Quedé perpleja, pensé que me iba a besar y abrazar. Le seguí diciendo cosas y me dijo: “¿Y de qué me sirve ahora? Me voy dentro de un mes y medio”. Recogí como pude mi dignidad y me fui.
Eran los primeros días de septiembre de 1970 porque ya sabíamos que había ganado Allende. Después vino su defensa de tesis y su despedida. No quería ir, pero mis amigos insistieron en que fuera a la fiesta. Él se emocionó cuando me vio. Conversamos, compartimos un trago y cuando me estoy yendo, me dice que me va a dejar. En el camino nos abrazamos y lloramos los dos. Nos sentíamos responsables por habernos perdido. Me dijo que lo único que nos quedaba era ver si éramos capaces de esperarnos y me preguntó si le iba a escribir. Me pidió que le escribiera primero, porque aunque se muriera de ganas no me iba a poder escribir él. Le escribí, por supuesto, y cuando nos volvimos a ver en mayo de 1973, lo que más me sorprendió fue el orden y cuidado con que tenía ordenado el fajo de mis cartas.
Relatado por Pola Ramírez, mujer de Lenin Díaz.